Eran las doce de la noche, y seguía lloviendo. Te quitaste la sudadera y me la pusiste sobre los hombros.
Aún creía que la llama podía volver a nacer,
como un fénix de sus cenizas,
qué ingenua.
Fuiste mis 'buenas noches'
pero nunca mi 'buenos días'
llegaste a ser tanto que olvidé quién era yo.
Aún sigo buscándome entre tus versos.
Yo te escribí, con miedo a emborronarte por ser zurda.
Nunca dí buena suerte,
me gustaban los gatos negros y los cristales rotos.
Los Jueves y los martes y trece.
Y al día siguiente el sol no salió, dormido con resaca de ahogar sus penas la noche anterior. Nadie encendió las luces ni abrió las calles. Las tres de la tarde y los pájaros seguían durmiendo.
Te lloré siete días, y setecientas noches.
Y en la setecientos uno, olvidé por qué estaba la botella de Ginebra en mi mesilla.
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