domingo, 25 de agosto de 2019

La habitación durmiente.

Y vuelves a entrar. Aquella habitación que un día te pareció un mundo, hoy está cubierta de telarañas y con la luz apagada. Fuera llueve, el olor a madera mojada te recorre las piernas hasta convertirse en un escalofrío por la espalda. La humedad ha hecho que crezcan flores entre las grietas del suelo, una margarita de tres centímetros está iluminada por la luz de la luna que se cuela curiosa por un agujero del techo. Ya no queda nadie.

Caminas de puntillas para no molestar a todos los objetos que duermen allí, el silencio se rompe por la tormenta que anuncia el fin del verano. Sientes que ya no es tu hogar, todo quedó reducido a cenizas tras el último huracán y ahora todo descansa entre la tenue luz. Pero sigue oliendo a vainilla, el petricor envuelve las paredes de la habitación dejando claro que no hay nada sin vida, que sólo duermen. Un trozo de estrella, un bote con bruma marina, un pato de goma y aquella margarita se vuelven protagonistas iluminados por los haces de luz de luna. Ella quiere destacarlos por encima del polvo y las telarañas. Y otra vez el escalofrío.

Es como si alguien te observase, como si una mano fría te rozase los dedos de la mano izquierda. Hace frío pero no lo notas, y entre todo ese destrozo reina el orden. La humedad ha mantenido vivas las margaritas durante cien días, ha almacenado el olor a otoño y ha conservado la ciudad dormida hasta que alguien se atreviese a entrar por la puerta.

Las grietas, los destrozos, las sillas caídas y la ropa en el suelo forman el recuerdo del huracán, pero nada llora su pérdida. Ya no. Al fondo de la habitación unas alas de ángel cuelgan de una silla tímida que no quiere ser vista. Las alas la intentan tapar sin éxito, son puras como el agua cristalina del mar que acaricia Grecia. Te sientes tentado de volver a tocar aquellas alas, rozar una vez más una de las plumas para sentir aquella caricia. Pero te pinchas con una astilla del suelo, se clava muy poquito en tus pies pero lo suficiente como para hacerte sangrar y advertirte. No, no puedes manchar aquel suelo con las gotas de tu sangre, no puedes acabar con el orden y la perfección de ese lugar durmiente. La despertarás.

Y otra vez ese escalofrío, más intenso. Te empuja hacia adelante, manchas el suelo pero todo sigue igual. Te acercas con terror en las pupilas pero algo te dice que roces esas alas. Y deja de llover.


viernes, 19 de abril de 2019

La noche eterna

La décima de segundo antes de levantar el pie del pedal del piano. Lentamente oyes cómo se va ahogando el último sonido hasta que vuelve a reinar el silencio y todo a oscuras. La puerta entreabierta, las luces apagadas, no se oye llover.
Hicimos de esto un lago cristalino donde corríamos el riesgo de ahogarnos. Yo nunca hice pie y, aún así, te pedí que me dejaras nadar sin haber aprendido. El silencio baila entre mi cuerpo encogido a los pies de una cama vacía, ríe a gusto porque sabe que tendrá cobijo un tiempo.
La noche eterna sin estrellas, tapadas por una inmensidad de nubes negras como aquella canción. Quisiera ser capaz de poder subir a la montaña más alta a mirar el cielo estrellado pero me siguen dando miedo las alturas. Y vuelvo a ponerme aquellos guantes por miedo a volver a ser Midas pero sin hacer oro todo lo que toco, rompiéndolo.

martes, 19 de marzo de 2019

El despertar

Para cuando desperté llevaba más tiempo de lo previsto sin verme. Aquella fría lluvia había caído sobre mí durante días erosionado todo aquello que un día consideraba mío. Veía en todas direcciones, pero no podía mirar. El agua pasaba de un lado a otro de mi cabeza por los surcos que él mismo había creado para indagar en mí. Yo me dejaba gustosamente sólo por sentir el cosquilleo; sólo por sentir. 

Era de noche y no había luz en todo el edificio, dos velas eran el único foco de luz que podía alumbrar aquella habitación de una ciudad del este. Olía a madera húmeda y vieja, a lugar olvidado. De no ser por las miles de estrellas que lucían arriba, en el cielo, podría haber prometido que aquello era el interior de un mausoleo. Pero seguía siendo mi antiguo cuarto de dibujo.

No olía a óleo ni aguarrás. Las flores que cuidaba cada semana se habían marchitado en mi ausencia, los pinceles limpios dentro de sus botes. Las pinturas ordenadas cromáticamente y los lienzos según su tamaño. Las últimas gotas de lluvia golpearon sobre mi frente haciéndose notar entre aquel silencio desgarrador; Ausencia.

Volvía a respirar, la brisa tras la lluvia dejaba entrever aquellos olores que había creído olvidar. Seguía oliendo a lugar olvidado, pero algo había cambiado en el ambiente. Un fuerte olor a aguarrás golpeó mi nuca haciendo sonar un leve gruñido.  No hay madera en esta habitación, pensé. Cuando dibujaba dejaba todo sin recoger esperando a que ella apareciese en algún momento de alta guardia y pudiéramos recrear aquella frase de Picasso. Hoy la luz de las velas me revelaba un escritorio limpio de museo.

La ausencia me rodeó con sus largos tentáculos y me hizo recordar el porqué de aquel silencio que llevaba un rato observándome tras las bambalinas de mi cuarto. Él no estaba. El terror se adueñó de mi mente por varios instantes, pero fui más inteligente que él. Cuando miras al terror a los ojos éste se desvanece jugando a ser Medusa y Perseo, solo que el viejo cuento ha recobrado sentido y todos sabemos que el héroe griego era el malo de la película. Fue entonces cuando me miré. 

En aquel cuarto del este de Europa no había madera, pero olía a lugar olvidado. Ese lugar no era más que el vacío de un cráneo por donde ahora pasaba la brisa a sus anchas creando una melodía en do menor. 

lunes, 4 de febrero de 2019

Tormenta

He marchitado las flores de mi jardín otra vez.
He llovido, he tronado, he roto en truenos el cielo hasta que me he empequeñecido. Las he ahogado en lágrimas que llevaban semanas como agua estancada dentro de mí. El cielo se ha resquebrajado y parecía que llovían finos cristales que se quedaban clavados en los pétalos de aquellas pequeñas margaritas.
He marchitado las flores de mi jardín otra vez, no es la primera. Ni la última. Las planto con mimo cada poco tiempo, en una zona con buena tierra, luz natural y buena temperatura. Pero no duran, nada que toco con las manos dura mucho. Ni mis flores ni yo. Los trozos de mi corazón se rozan unos con otros. Se golpean y hacen temblar el suelo.
Las nubes nunca se fueron. Lágrima a lágrima van llenándose lentamente. Todas las veces que decido no romperme un poco más, mis nubes se hacen más oscuras hasta sobrepasar el límite de una lluvia veraniega a una tormenta eléctrica. Y es cuando todo muere otra vez.

miércoles, 9 de enero de 2019

Aguja e hilo

El cambio de gasas siempre era lo peor. Mi cuerpo se acostumbra rápido al bienestar que producen unas buenas gasas de algodón encima de las heridas. Muchas de ellas cosidas con un caro hilo de seda enhebrado con una aguja fina y delicada. Otras, sin embargo, tuve que cosérmelas a mano y sin anestesia cuando huía sola de lo que fuera aquello que me atormentase.


El aire se había convertido en finas lijas que dejaban, a su paso, mi piel hecha trizas. Pero no podía hacer otra cosa que no fuera correr. Todavía puedo recordar el húmedo olor a tierra, unos pies descalzos que habían decidido -casi- por voluntad propia salir huyendo de aquel lugar. Sangraba tanto que mis ojos se cegaban en un carmín intenso. El escozor de mis brazos y las zonas más sensibles de mi cuerpo me obligaron a parar e intentar, malamente, sanar aquel desastre.

Así es como llegué hasta donde hoy me encuentro. Vestida de harapos, sucia y con la piel llena de heridas abiertas y otras cosidas con un viejo hilo que tenía en el bolsillo y una sucia aguja de remendar. No tenía nada que ofrecer, nada que poder dar más que lo que siempre había dado pero hoy estaba roto. Ni si quiera era consciente al cien por cien de que lo llevase conmigo, la última vez que lo vi fue en el suelo de aquel lugar, roto en pedazos como si fuera un jarrón de porcelana. Solo que aquello no valía ni un cuarto de lo que pudiera costar un jarrón.

Caminé, caminé y caminé hasta que me encontré con él. Iba elegante, con la espalda erguida y mirada penetrante. No quería que me viera en aquel estado, no por él, sino porque no quería que nadie se encontrase con una niña repleta de heridas y vulnerable. Algo debí hacer muy mal, porque de lleno me volví a cruzar con él cuando creía haber ido por el camino contrario al suyo.
No medió palabra, sólo me observó durante unos largos -infinitos- segundos y se limitó a preguntar lo necesario.

Me lavó, peinó y me dio una ropa que, por supuesto, me quedaba enorme. Era suya, recién planchada y caliente. Yo no me había dado cuenta pero debí estar tiritando hasta el momento en el que me puso en agua caliente. Cuando terminó de vestirme parecía otra. Salvo por aquellas magulladuras en todo mi cuerpo. Me dejó sola un instante, me parecieron mil vidas, por un momento sentí aquel terror al abismo que había tenido tiempo atrás.

Volvió en poco más de dos minutos que para mí fueron horas. Horas que pasé mirándome al espejo buscando todas aquellas heridas y las que había cosido yo. Cuando dejé de tiritar me volvió a desvestir, por alguna razón esta vez me sentí muy reacia a aquello y no le dejé. Pero sin pensarlo dos veces me agarró las manos ante mi nerviosismo, eran suaves y desprendían algo. Nunca supe qué fue aquello que ocurrió, no puedo describirlo y por mucho que busque en los libros no obtengo respuesta alguna. Sólo sé que dejé que viera mi cuerpo destrozado sin sentir terror.

Observó cada una de las cientos de cicatrices que rodeaban aquel campo de rosales al que yo una vez llamé mi cuerpo. Hoy ya no sabía si quiera si me pertenecía. En ningún momento dejó de darme su mano mientras la otra iba rozando con las yemas de los dedos aquellas heridas. Cogió su preciosa aguja de coser y un hilo del color de mi piel y lentamente fue cosiendo cada una de mis rajas. Algunas se intentaban resistir a ser cerradas, sangrantes y dolorosas. Otras con resignación no se esforzaban en resistirse a la delicadeza del zurcir de sus dedos.

Dolió, sí, por supuesto que dolió ¿Cómo no iba a doler? Pero a la vez fue tal alivio el que sentí que volvería a dejar que me cerrase las heridas una y otra vez. De vez en cuando los puntos se sueltan cuando tropiezo y debo correr de vuelta a sus brazos antes de la visita semanal.
Cada semana me cambia las gasas. Unas gasas de algodón que cubren todo mi cuerpo. Brazos, torso y piernas están protegidos de cualquier daño siempre que él esté cerca. 
Todavía no sé caminar, pero siempre quiero correr. Vuelvo llorando porque me he hecho una nueva herida y él, con una sonrisa me besa la mejilla y me sienta en la silla de su salón. Una nueva aguja, un hilo recién cortado y a coser.



Cambiar gasas siempre era lo peor, cuando mi cuerpo de desprende de su única protección se resiente, las cicatrices tienden aún a abrirse y hay que ser cuidadosos. Duele, por supuesto que duele. Pero lo que fuera que me atacó se quedó en aquel bosque del que salí huyendo.

sábado, 5 de enero de 2019

Cuando todo arda

Tú y yo no somos dos, somos tres.
Tú y yo no somos una pareja, somos familia numerosa. Tú, yo, mi terror a perderte, mi inestabilidad y la ausencia de mi amor propio.
Mientras me curas aquella herida que ayer encontraste, otra se está abriendo. Tus puntos de sutura son fuertes y limpios pero mi corazón es tosco y débil. Hace años que su piel dejó de regenerarse, está anciano.
En su lecho de muerte tus manos son su mecedora, tus dedos la medicina que cada día cura una nueva herida. Pero hay más, invisibles a tus ojos que sólo sangran cuando las rozas. Fuiste el cuchillo que cortó la soga con la que me estaba ahogando, el taburete que sujetó mis pies. Y yo, enfadada, aún no he sabido cómo dar las gracias a quien, sin mi voluntad, decidió regalarme una nueva vida.
No puedo mentir a quien me cura y hablar de flores y algodón. Pero puedo prometer que algún día dejaré de sangrar. Quizá mañana, quizá pasado. Quizá dentro de muchos años bajo tus sábanas descubra que cada herida ha sido sanada con tus labios mientras me recorrías el cuerpo suavemente.
Venus no tiene días suficientes como para darte todas las gracias que mereces.

No te vayas cuando todo empiece a arder, porque arderá. Arderá tanto que me quemaré, pero no te vayas. Cuando me enseñaste qué era el amor descubrí que ni el tesoro de los templarios era tan valioso. Ya no sé dormir si no es imaginando tus dedos rozando la palma de mi mano.

lunes, 19 de noviembre de 2018

El té mientras llueve.

Coge la taza de té y se sienta a mirar las gotas de lluvia resbalar por el cristal. El silencio se rompe con el tintineo de la taza sobre la mesilla de madera, aún sale humo. Cerca del cristal hay un gran jarrón con margaritas, de aquellas con las que puedes hacer manzanilla y curar el dolor. Las paredes de madera podrían cobrar vida y crujir para pedir una conversación de dos cafés.

Saben más estas paredes quién soy que yo misma. 
Siempre fui más de té con una manta y café en camiseta larga y gris. Nací en otoño, cuando el mundo se vuelve ocre y amarillo. Llovía como hoy. Y ojalá lloviera cada noche para dormir acunada por las gotas que golpean mi cristal y zarandean las hojas de los árboles. 

Sigue pensando con los ojos enlagrimados mientras coge, sin hacer el más mínimo ruido, su taza de porcelana. No aparta la vista de las gotas que poco a poco caen sin remedio por el cristal de su salón. También hay libros, pilas de ellos. La biblioteca ha quedado pequeña para todos los mundos en los que un día imaginó estar y de un portazo la cerraron la puerta al acabar su historia. Todavía huele a trementina y aceite de la última vez que sintió un pincel entre los dedos, no hace mucho. Mezclado con el olor a hierba mojada hace que este estudio cobre vida.

Con los pies fríos no se crea bien. Soy de crear mundos por la noche y observarlos en la distancia por la mañana mientras bebo el primer té. El café me despierta pero lo bebo cada dos o incluso tres días, me mantiene despierta horas con el corazón como protagonista de mis pasos.
Me paso los dedos por el brazo y rozo las flores que hoy eternas florecen en él. 
Flores, amarillas y margaritas. Libres. Condenadas a morir lentamente delante de mí por su belleza.

Dos eternos segundos pasan ante sus ojos mientras mira el jarrón. Fuera sigue lloviendo, una lluvia que hace crecer los pétalos de margaritas que libres abarcan campos y campos. Y sin embargo, protegidas, aquí están sus rosas sin raíces. Acerca la mano al cristal que se empaña al apoyarla, dejando la huella de una fina mano de pianista sobre él.

Nunca me he sabido expresar bien con palabras al vuelo. No me gusta hablar, ni mi voz. Mis sentimientos se leen, se observan y se escuchan a través de un piano. A veces, caen como puñales las notas entre mis dedos, dolorosas y cicatrizantes. Otras, las menos, crean recuerdos e historias de amor que dentro de muchos años alguien recordará. Soy impulsiva, pocas veces recuerdo lo que toco. Descargo mi dolor y como quien se fuma un cigarro de dos caladas, suspiro. 

Y aunque este pequeño hogar parezca vacío, nunca lo está. Con ella viven sus demonios que la acompañan cada noche. Esos que se resisten a mostrarse a la luz, pues les quemaría. Los que se aferran a su pecho celosos de salir y mostrarse desnudos. 

Todos tenemos demonios, supongo. Un día comprendí que la cicatriz que me recorría de arriba a abajo el pecho era un portal que les hacía salir y entrar a placer para yo poder hablar de ellos mientras sangro. Y en eso se basa un artista, ¿no? En no tener miedo a sus demonios.
Por eso aún no soy un artista. 


jueves, 27 de septiembre de 2018

Uno, dos y tres ladrillos

Uno, dos y tres ladrillos.
Cinco y seis, y siete.
Ya no puedo ver mis pies aquí abajo, la noche lo ha teñido de negro humo. Ayer este pozo era más ancho, podía apoyar mi espalda en un lado y estirar tranquilamente los pies; ya no. Ayer este pozo era más cálido, ha llovido a mares y noto cómo el frío está empezando a entrar dentro de mi cuerpo. Gota a gota mis dientes se golpean al tiritar y no tengo nada con qué taparme.
Ni sé cómo llegué hasta aquí, tampoco hay forma de salir. Sigo contando ladrillos, los mismos que ayer estaban aquí y mañana, quizá pasado y hasta que alguien recuerde que una vez caí en este maldito pozo.
Quizá mañana sea aún más pequeño, hasta que llegue un punto que no consiga respirar Y yo qué sé, si ya me estoy ahogando. Aún tengo los brazos y las piernas con rasguños de la caída pero no recuerdo cómo fue. Ni quién me tiró. ¿Y si fui yo sola?
Uno, dos y tres ladrillos.
Los mismos tres ladrillos de siempre, mi vista apenas llega a la quinta fila de ellos.
De niña tenía miedo a la oscuridad, dormía con una lámpara que creía ahuyentar los monstruos de debajo de mi cama. Qué ironía pensarlo hoy, el único monstruo que había en mi cuarto se ponía mi pijama, dormía en mi misma postura y se despertaba a media noche a beber agua; qué casualidad.
Dejas de tener miedo a la oscuridad cuando te adentras lo suficiente dentro de ella. No hay monstruos, no hay fantasmas. Tampoco hay esqueletos ni asesinos que vienen de noche. Estás tú. Y ese es el verdadero terror al que me enfrento, a mí.
Tú y tu maravillosa mente capaz de imaginar cualquier situación; un cuento de hadas o un infierno dantesco. Un cerebro que te recuerda cada vez que alguien te bajó un escalón en este hoyo.

Joder, y así fue como acabé aquí.
Nunca me caí, nadie me tiró sin piedad. Ni si quiera los últimos escalones me ayudó nadie a bajar, fui yo. Pero ya no hay ninguna escalera.

Acabo de notar cómo se estrecha el pozo, y empieza la tormenta.

martes, 25 de septiembre de 2018

Budapest

Una vez me hablaste de una ciudad mágica. De aquella a la que un día escaparíamos sin excusas. Una ciudad donde las ruinas renacen de noche y está tu cerveza favorita. Donde podría nadar en tus ojos sin riesgo a ahogarme porque tus mares no cubren más que mi cintura.
Quiero besarte a ambos lados del Danubio, sentir el frío húngaro abrazándonos por la espalda mientras caminamos por un puente lleno de luces a media noche. Bailar por las calles estrechas mientras te pido por favor que subamos a ver la ciudad dormir. Sentir cómo es ser noctámbulos en lo alto de Budapest mientras todo el mundo ha apagado sus luces y sólo quedamos tú y yo. Sin necesidad de decirnos nada, con los dedos entrelazados y sintiendo el latido de tu corazón, viéndote leer lo que dicen mis pupilas mientras te miro callada.

A dos mil quinientos kilómetros de nosotros hay una ciudad mágica. Es un secreto, la magia la pusieron tus palabras el día que decidiste hablarme de ella. De sus calles, de sus librerías, de su noche. Pero de lo que no me hablaste es que acabaría enamorándome de su nombre, apenas conociéndola, como un filtro de amor en tus palabras. Quizá acabé amando una ciudad que me recuerda a tus ojos reír cuando nos miramos de cerca.
No sé,
pero sí sé una cosa, mataría por ver esos ojos reír.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Untitled

Prometí que jamás volvería dejar entrar a nadie dentro de mí. El interior de un antiguo estudio de pintura con las luces apagadas y siempre en el anochecer. Aquí hace frío para que la pintura pueda secar, siempre huele a disolvente y aceites. Un lugar inhóspito donde me quedaba tumbada en el suelo oyendo los grillos cantar en verano, las personas correr en el exterior cuando llueve y sentir las gotas de agua golpear en los cristales de este caparazón oscuro.
Prometí quedarme sola hasta conseguir poner todo en su sitio, conocer quién es la persona que aquí duerme cada noche con dos mantas y y una almohada; la chica que aparecía en el reflejo de los cristales cuando se desempañaban de la lluvia.
Pero nunca puedes prometer al futuro, porque de pronto alguien entra sin llamar a la puerta y tú le ofreces un té. No sabes ni cómo ni cuando ha llegado hasta aquí y tú no has hecho nada para impedirlo, pero comienza a hacer calor en este estudio a oscuras. Deja de ser invierno y aunque fuera sigue lloviendo ya no eres tú la que mira las gotas caer sobre el cristal, es alguien nuevo que en silencio te observa con unos ojos que sonríen. Unos ojos oscuros que no puedes leer, pero quieres besar cada uno de los surcos que forman sus arrugas al sonreír.
Y no, no sé cómo has llegado hasta aquí y no has decidido salir por la puerta. Puerta que sigue abierta desde el día que decidiste entrar y quedarte las noches conmigo, contándome historias que todavía no han sucedido y quizá nunca sucedan; o sí. Acurrucándome en tu pecho y mirándote desde abajo esperando a cruzar las miradas y verme a través de tus pupilas oscuras.
Ojalá te quedes mucho tiempo más, porque no quiero que llegue el invierno. Ojalá vivir en un eterno otoño con las hojas de los árboles cayendo encima de nosotros mientras me lees otra historia y te miro con los mismos ojos de sorprendida que te puse nada más decidiste cruzar esta puerta.