jueves, 27 de septiembre de 2018

Uno, dos y tres ladrillos

Uno, dos y tres ladrillos.
Cinco y seis, y siete.
Ya no puedo ver mis pies aquí abajo, la noche lo ha teñido de negro humo. Ayer este pozo era más ancho, podía apoyar mi espalda en un lado y estirar tranquilamente los pies; ya no. Ayer este pozo era más cálido, ha llovido a mares y noto cómo el frío está empezando a entrar dentro de mi cuerpo. Gota a gota mis dientes se golpean al tiritar y no tengo nada con qué taparme.
Ni sé cómo llegué hasta aquí, tampoco hay forma de salir. Sigo contando ladrillos, los mismos que ayer estaban aquí y mañana, quizá pasado y hasta que alguien recuerde que una vez caí en este maldito pozo.
Quizá mañana sea aún más pequeño, hasta que llegue un punto que no consiga respirar Y yo qué sé, si ya me estoy ahogando. Aún tengo los brazos y las piernas con rasguños de la caída pero no recuerdo cómo fue. Ni quién me tiró. ¿Y si fui yo sola?
Uno, dos y tres ladrillos.
Los mismos tres ladrillos de siempre, mi vista apenas llega a la quinta fila de ellos.
De niña tenía miedo a la oscuridad, dormía con una lámpara que creía ahuyentar los monstruos de debajo de mi cama. Qué ironía pensarlo hoy, el único monstruo que había en mi cuarto se ponía mi pijama, dormía en mi misma postura y se despertaba a media noche a beber agua; qué casualidad.
Dejas de tener miedo a la oscuridad cuando te adentras lo suficiente dentro de ella. No hay monstruos, no hay fantasmas. Tampoco hay esqueletos ni asesinos que vienen de noche. Estás tú. Y ese es el verdadero terror al que me enfrento, a mí.
Tú y tu maravillosa mente capaz de imaginar cualquier situación; un cuento de hadas o un infierno dantesco. Un cerebro que te recuerda cada vez que alguien te bajó un escalón en este hoyo.

Joder, y así fue como acabé aquí.
Nunca me caí, nadie me tiró sin piedad. Ni si quiera los últimos escalones me ayudó nadie a bajar, fui yo. Pero ya no hay ninguna escalera.

Acabo de notar cómo se estrecha el pozo, y empieza la tormenta.

martes, 25 de septiembre de 2018

Budapest

Una vez me hablaste de una ciudad mágica. De aquella a la que un día escaparíamos sin excusas. Una ciudad donde las ruinas renacen de noche y está tu cerveza favorita. Donde podría nadar en tus ojos sin riesgo a ahogarme porque tus mares no cubren más que mi cintura.
Quiero besarte a ambos lados del Danubio, sentir el frío húngaro abrazándonos por la espalda mientras caminamos por un puente lleno de luces a media noche. Bailar por las calles estrechas mientras te pido por favor que subamos a ver la ciudad dormir. Sentir cómo es ser noctámbulos en lo alto de Budapest mientras todo el mundo ha apagado sus luces y sólo quedamos tú y yo. Sin necesidad de decirnos nada, con los dedos entrelazados y sintiendo el latido de tu corazón, viéndote leer lo que dicen mis pupilas mientras te miro callada.

A dos mil quinientos kilómetros de nosotros hay una ciudad mágica. Es un secreto, la magia la pusieron tus palabras el día que decidiste hablarme de ella. De sus calles, de sus librerías, de su noche. Pero de lo que no me hablaste es que acabaría enamorándome de su nombre, apenas conociéndola, como un filtro de amor en tus palabras. Quizá acabé amando una ciudad que me recuerda a tus ojos reír cuando nos miramos de cerca.
No sé,
pero sí sé una cosa, mataría por ver esos ojos reír.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Untitled

Prometí que jamás volvería dejar entrar a nadie dentro de mí. El interior de un antiguo estudio de pintura con las luces apagadas y siempre en el anochecer. Aquí hace frío para que la pintura pueda secar, siempre huele a disolvente y aceites. Un lugar inhóspito donde me quedaba tumbada en el suelo oyendo los grillos cantar en verano, las personas correr en el exterior cuando llueve y sentir las gotas de agua golpear en los cristales de este caparazón oscuro.
Prometí quedarme sola hasta conseguir poner todo en su sitio, conocer quién es la persona que aquí duerme cada noche con dos mantas y y una almohada; la chica que aparecía en el reflejo de los cristales cuando se desempañaban de la lluvia.
Pero nunca puedes prometer al futuro, porque de pronto alguien entra sin llamar a la puerta y tú le ofreces un té. No sabes ni cómo ni cuando ha llegado hasta aquí y tú no has hecho nada para impedirlo, pero comienza a hacer calor en este estudio a oscuras. Deja de ser invierno y aunque fuera sigue lloviendo ya no eres tú la que mira las gotas caer sobre el cristal, es alguien nuevo que en silencio te observa con unos ojos que sonríen. Unos ojos oscuros que no puedes leer, pero quieres besar cada uno de los surcos que forman sus arrugas al sonreír.
Y no, no sé cómo has llegado hasta aquí y no has decidido salir por la puerta. Puerta que sigue abierta desde el día que decidiste entrar y quedarte las noches conmigo, contándome historias que todavía no han sucedido y quizá nunca sucedan; o sí. Acurrucándome en tu pecho y mirándote desde abajo esperando a cruzar las miradas y verme a través de tus pupilas oscuras.
Ojalá te quedes mucho tiempo más, porque no quiero que llegue el invierno. Ojalá vivir en un eterno otoño con las hojas de los árboles cayendo encima de nosotros mientras me lees otra historia y te miro con los mismos ojos de sorprendida que te puse nada más decidiste cruzar esta puerta.