lunes, 19 de noviembre de 2018

El té mientras llueve.

Coge la taza de té y se sienta a mirar las gotas de lluvia resbalar por el cristal. El silencio se rompe con el tintineo de la taza sobre la mesilla de madera, aún sale humo. Cerca del cristal hay un gran jarrón con margaritas, de aquellas con las que puedes hacer manzanilla y curar el dolor. Las paredes de madera podrían cobrar vida y crujir para pedir una conversación de dos cafés.

Saben más estas paredes quién soy que yo misma. 
Siempre fui más de té con una manta y café en camiseta larga y gris. Nací en otoño, cuando el mundo se vuelve ocre y amarillo. Llovía como hoy. Y ojalá lloviera cada noche para dormir acunada por las gotas que golpean mi cristal y zarandean las hojas de los árboles. 

Sigue pensando con los ojos enlagrimados mientras coge, sin hacer el más mínimo ruido, su taza de porcelana. No aparta la vista de las gotas que poco a poco caen sin remedio por el cristal de su salón. También hay libros, pilas de ellos. La biblioteca ha quedado pequeña para todos los mundos en los que un día imaginó estar y de un portazo la cerraron la puerta al acabar su historia. Todavía huele a trementina y aceite de la última vez que sintió un pincel entre los dedos, no hace mucho. Mezclado con el olor a hierba mojada hace que este estudio cobre vida.

Con los pies fríos no se crea bien. Soy de crear mundos por la noche y observarlos en la distancia por la mañana mientras bebo el primer té. El café me despierta pero lo bebo cada dos o incluso tres días, me mantiene despierta horas con el corazón como protagonista de mis pasos.
Me paso los dedos por el brazo y rozo las flores que hoy eternas florecen en él. 
Flores, amarillas y margaritas. Libres. Condenadas a morir lentamente delante de mí por su belleza.

Dos eternos segundos pasan ante sus ojos mientras mira el jarrón. Fuera sigue lloviendo, una lluvia que hace crecer los pétalos de margaritas que libres abarcan campos y campos. Y sin embargo, protegidas, aquí están sus rosas sin raíces. Acerca la mano al cristal que se empaña al apoyarla, dejando la huella de una fina mano de pianista sobre él.

Nunca me he sabido expresar bien con palabras al vuelo. No me gusta hablar, ni mi voz. Mis sentimientos se leen, se observan y se escuchan a través de un piano. A veces, caen como puñales las notas entre mis dedos, dolorosas y cicatrizantes. Otras, las menos, crean recuerdos e historias de amor que dentro de muchos años alguien recordará. Soy impulsiva, pocas veces recuerdo lo que toco. Descargo mi dolor y como quien se fuma un cigarro de dos caladas, suspiro. 

Y aunque este pequeño hogar parezca vacío, nunca lo está. Con ella viven sus demonios que la acompañan cada noche. Esos que se resisten a mostrarse a la luz, pues les quemaría. Los que se aferran a su pecho celosos de salir y mostrarse desnudos. 

Todos tenemos demonios, supongo. Un día comprendí que la cicatriz que me recorría de arriba a abajo el pecho era un portal que les hacía salir y entrar a placer para yo poder hablar de ellos mientras sangro. Y en eso se basa un artista, ¿no? En no tener miedo a sus demonios.
Por eso aún no soy un artista.