domingo, 21 de diciembre de 2014

Diario de tres meses. Capítulo 1.

Lluvia. Sus ojos clavados en los cristales de una casa cerca de la playa de un pueblo apenas habitado. Sentada, en un sillón en frente de la ventana con una manta y libro en mano, en una pequeña mesilla de madera, blanca, una taza de porcelana llena de chocolate caliente esperaba a ser ingerido por ella.
No dejaba de observar las gotas caer sobre los cristales, oyendo la lluvia. Un ligero olor a madera mojada, una parte de su habitación, estaba hecha en madera, era como una casa del árbol construida en el gigante balcón de ésta. Esta pequeña casita de muñecas situada en su habitación era donde más tiempo pasaba, donde tan sólo había un sillón, una gran ventana que daba al jardín y más allá al mar, una pequeña estantería llena de libros, la mayoría de filosofía y extraños libros. Decían que no era lo lógico leer eso a su edad, pero, ¿qué más da qué leas?  Muchas veces, no nos damos cuenta de que lo lógico, refiriéndose a algo normal, no existe en la sociedad, sino que es propio de cada persona, de cada individuo. Son gustos, son preferencias, lo que hacen un poco más única a cada persona, lo que diferencia unas personas de otras, lo que nos hace especiales, tal vez. Nuestros gustos. Además, era una forma de aprender, una forma de cultura, jamás comprendió  el “¿No prefieres leer algo más de acorde a tu edad, no sé, como alguna novela de amor?” Prefería leer testimonios reales.
Cogió su taza y bebió un pequeño sorbo del chocolate caliente, ardía. Se quemó el paladar al beber, del ardor cerró con fuerza los ojos y frunció el ceño. Volvió a dejar la taza en su sitio, alzo su mirada a la ventana, seguía lloviendo y continuó su lectura. “La ilustración” de Kant. Uno de los primeros textos que trató en su primer año de filosofía en el colegio. Hacía ya dos años de ello. Era su verano preuniversitario. 

Podría pasar horas leyendo, sin decir una sola palabra, podría pasar días leyendo y leyendo libros, casi sin entablar una sola conversación con alguien, sus amigos del colegio, estaban en su ciudad natal, Valladolid y ella, en Santander los tres meses de verano, donde aunque la cobertura llegaba perfectamente, prefería desconectar un tiempo del mundo.
Allí, no tenía casi amigos, prácticamente no había nadie en ese pequeño pueblo, pero era maravilloso, lleno de campos verdes, donde podías sentarte a leer horas y horas, donde el tiempo no pasaba. El mar y la lluvia, donde siempre había olas que poder montar, mientras llovía y el mar completo para ella. Tal vez, su padre haciéndole fotos mientras montaba aquellas enormes olas que nacían del mar, o su madre, también una rata de biblioteca, sentada leyendo si no llovía, siempre con su chaqueta de punto beige, su larga melena negra recogida en un precioso moño y sus vaqueros anchos.
Su madre, de joven, idéntica a ella, excepto en los ojos, nadie sabía de quién los había heredado, enormes y negros, brillantes, que decían que podría poner en paro al sol si junto a ellos luciera una preciosa sonrisa, algo muy improbable en los tiempos que corrían por entonces. Pero su madre, con ese cabello negro largo, sus ojos, no tan grandes, pero de un marrón muy bonito, y una sonrisa perfecta, aun siendo ya de una edad madura, su belleza podía notarse tan joven como si tuviera la edad de su hija.
Él, sin embargo, tenía unos ojos verdes escondidos tras unas gafas, era bastante alto y fuerte, quería tanto a su hija que podía dar la vida por ella y desde hacía un año, podía notar cómo había desaparecido su sonrisa y su mirada poco a poco, dejando sólo al descubierto un cuerpo aparentemente vivo pero inerte en su interior. Aun así, prefería estar al margen, sabía que pronto se solucionaría, o al menos esperaba.

Horas más tarde, dadas las siete y media, terminó su libro y se levantó, el chocolate se había enfriado. Frío como cada esquina de su corazón, pero a diferencia de este, su chocolate aún se podía beber, aún seguía algo templado.
Muchos antes, ya habían experimentado el cambio de personalidad que sufrió a lo largo del último año. Sus amigos, por ejemplo, o cada sábado al salir de fiesta, seamos honestos, era una chica muy guapa, ojos enormes negros, cabello más abajo del pecho, cabello caoba con destellos rojos burdeos, su sonrisa, muy característica que, aunque la odiara, resultaba muy graciosa a ojos de los demás, con unos grandes colmillos, era infantil, le daba un toque gracioso cuando en alguna breve ocasión sonreía. No era muy alta, pero con tacones todas aparentan una buena altura, cuando un chico se acercaba, cómo no, a preguntarle su twitter, su nombre o su edad, metiéndole fichas, ella se limitaba a mirarle, cerraba los ojos, agachaba la mirada y se volvía. Algo típico en su ciudad, lo de las mujeres bordes, pero ella se limitaba a mirar y volverse.
Esto había hecho que la gente, poco a poco fuera distanciándose, ella al principio no se daba cuenta, hasta que en su graduación, tras terminar el año, la PAU, escoger universidad y comenzar el verano, su móvil dejó de vibrar, no llegaban mensajes de nadie, tan sólo de su mejor amiga, que pasaba el verano en un pueblo cercano al suyo, pero ahora mismo estaba preparando todo para la universidad, se iba a Madrid, como ella.
Dejó el libro en la estantería, recogió la manta y se tumbó en la cama a pensar un rato. Esos momentos eran para ella, los más deseados y a la vez odiados.
Un momento para pensar en sus cosas, para estar en tranquilidad absoluta, para pensar. Habiendo acabado su libro, comenzó a reflexionar sobre éste, probablemente más tarde, escribiría algún pequeño texto en un documento en su ordenador. Alguna reseña del libro o algún ensayo acerca del tema.
Tumbada boca abajo en su gran cama, con un cojín en su estómago, cogió su teléfono móvil y miró si tenía alguna llamada, mensaje, algo. No, tan sólo uno de su mejor amiga, histérica, mandándole fotos de toda la ropa que se había comprado para su comienzo de universitaria.
Andy, me he comprado tantas cosas que no voy a saber ni qué ponerme el primer día, verás tú, estoy atacada.
Aún quedaban tres meses, pero qué bobada acababa de empezar el verano, habían mirado piso y todo, lo tenían alquilado, la universidad y los caminos para llegar a ella, estudiados y memorizados, las tiendas, los bares, discotecas, auditorios, salas de conciertos, cines, todo. Todo estudiado y memorizado. Estaban ansiosas.
Sí, Andy, pero no Andy de Andrea, sino de Andrómeda, un nombre muy poco común, a lo que muchos dicen: Es muy bonito y original, pero jamás se lo pondría a mi hija. Una vez más, corroborando su pensamiento, lo “normal” en la sociedad, abunda, lo estándar, lo seguro. Lo que una vez más afirma que, miedo al cambio. Comenzó de nuevo pues, su tiempo de reflexión. Lo que acabó llevando a escribir un pequeño ensayo acerca de qué y qué no es normal. Si la normalidad existe, si tan sólo es un pensamiento propio del individuo y la sociedad capitalista lo ha convertido, su pensamiento, en un movimiento de masas para el consumo.
Miró el reloj de su ordenador, las ocho y media. Todo este tiempo había estado sola en casa, sus padres, habían salido a dar un paseo y más tarde se iban a ir a cenar a la capital, Santander, con unos amigos suyos y su hijo, Andy no lo conocía, pero tal y como lo habían descrito sus padres, era “Un chico muy de ciudad” miedo le daba esa expresión. Un chico muy de ciudad, equivalente a, un pijo que habla tal que “o sea así” y que viste con polos de Ralph Lauren.
Hora de vestirse, para variar, estaba con su cabello en un moño, una sudadera de chico ancha, sus calcetines del colegio, para ella, los mejores calcetines del mundo, de esos que no se te arrugan al ponerte un zapato y te molestan todo el tiempo, aunque marrones y apenas combinables, aunque era lo de menos y unos leggins, la más cómoda vestimenta para estar en casa y más en el campo.
Su madre le había dicho que se pusiera muy guapa, a lo que su padre añadió al comentario que ella siempre lo estaba, solo que había que estar extremadamente guapa. Ella, no era mucho de vestidos ni tacones, pero se los había puesto en varias ocasiones, en sus conciertos de piano, por ejemplo. Sí, era pianista, desde los cuatro años, y ahora, a los dieciocho, ya habiendo acabado su grado profesional, tras finalizar bellas artes, comenzaría el superior en Madrid, habiéndose preparado antes un año completo la prueba de acceso, claro. Decían que era una buenísima pianista, que hacía sonar la música de sus propios dedos, en cómo tocaba, en su estilo francés al mover las manos por las teclas. También pintaba, sí, sus padres presumían mucho de hija, aunque preferían que estuviera callada, su pensamiento no encajaba del todo en el ambiente en que se movían. Gente de buena posición adquisitiva, y ella, con mente radical, queriendo cambiar el mundo aunque tuviera que morir a los pies de una hoguera, sin creer y habiendo estudiado quince años en un privado de monjas. Demasiada hipocresía. Ella, obedeciendo a sus padres, solía guardarse sus comentarios e intentaba proseguir las conversaciones como si fuera una más sentada.
Se quitó la ropa, la dejó sobre la silla, algo muy usual, y fue hasta su armario. Ocupaba una pared entera, pero si lo habrías, la mayoría eran prendas negras, vaqueros, botas militares, camisas de hombre, de rayas. Cazadoras vaqueras y demás. No había mucha ropa para poder arreglarse. Abrió una de las cinco puertas de su armario, donde había tres o cuatro vestidos, tres negros, uno amarillo de tirantes y uno rojo, y varias faldas, todas negras. Varias cajas donde había zapatos de vestir y tacones muy altos.  Comenzó a pasar las perchas de un lado a otro pensando qué ponerse.
No le gustaba vestirse así, no se sentía ella, no se sentía cómoda, pero sabía que debía vestir así esta noche. “El vestido que llevé la noche de mi graduación, bonita noche” –Se dijo a sí misma.
El día de la graduación, atacada de los nervios, tenía el vestido, el maquillaje, su recogido y los tacones puestos. Tenía que salir al escenario de lo que en unas pocas horas, dejaría de ser su colegio, y tocar una de sus obras favoritas junto con un violoncelista que ya era exalumno, Divenire, de Ludovico Einaudi.
Estaba en su cuarto de su casa en el centro de Valladolid, más pequeña que ésta. Preparada para ir ya, su mejor amiga la pasaba a buscar. Daba vueltas y vueltas, ensayaba en el aire su obra. Llevaba un vestido amarillo brillante con lentejuelas en su extremo, por encima de las rodillas, decían que parecía una estrella de lo preciosa que estaba aquel día. Escotado a la espalda, dejaba ver su tatuaje entre los omóplatos, su cabello recogido en una trenza que le caía por el pecho. Sus ojos, negros resplandecían tan sólo con un poco de maquillaje sobre ellos, sus mejillas rosadas y sus labios burdeos. Iba, realmente guapa.
Volvió a la realidad, tras un montón de recuerdos de aquella noche.
Abría y cerraba continuamente las puertas del armario, intentando buscar algo con lo que ir guapa y a la vez sentirse cómoda. Finalmente, abrió todas las puertas de par en par y se sentó en la cama observando cada una. Tenía alrededor de una hora para estar preparada, y aún estaba en bragas. Muy típico en ella.
Se levantó de un brinco de nuevo y se colocó en frente de la puerta donde estaban los vestidos. Revisó uno por uno. Nada. Desistió.
No entendía por qué tenía que dar tan buena imagen, además de estar callada. Si al final, sólo dirían “Pero qué guapa es tu hija, ha salido a ti, sin duda” Y luego comenzarían las típicas conversaciones de adultos, sobre fútbol o algún chiste malo de su padre. Vete tú a saber cómo era su hijo, en realidad, le daba igual, estaría a su rollo y tras cenar iría a hacer fotos a la playa de Santander. No le apetecía mucho esa cena.

Una hora más tarde ya estaba preparada. Decidió ponerse el vestido que su madre llevó en su boda, a parte del de novia, llevó otro para la comida, era rosa, le llegaba por las rodillas. Hacía conjunto con un chal, pero ella no se lo quiso poner. Hacía bueno y no le gustaba. Con unos tacones negros y un bolso grande a juego con los zapatos, su melena recogida, de nuevo en una larga trenza y maquillada con ojos ahumados. Siempre los llevaba así, unos ojos negros relucían más cuando le daba oscuridad.