miércoles, 9 de enero de 2019

Aguja e hilo

El cambio de gasas siempre era lo peor. Mi cuerpo se acostumbra rápido al bienestar que producen unas buenas gasas de algodón encima de las heridas. Muchas de ellas cosidas con un caro hilo de seda enhebrado con una aguja fina y delicada. Otras, sin embargo, tuve que cosérmelas a mano y sin anestesia cuando huía sola de lo que fuera aquello que me atormentase.


El aire se había convertido en finas lijas que dejaban, a su paso, mi piel hecha trizas. Pero no podía hacer otra cosa que no fuera correr. Todavía puedo recordar el húmedo olor a tierra, unos pies descalzos que habían decidido -casi- por voluntad propia salir huyendo de aquel lugar. Sangraba tanto que mis ojos se cegaban en un carmín intenso. El escozor de mis brazos y las zonas más sensibles de mi cuerpo me obligaron a parar e intentar, malamente, sanar aquel desastre.

Así es como llegué hasta donde hoy me encuentro. Vestida de harapos, sucia y con la piel llena de heridas abiertas y otras cosidas con un viejo hilo que tenía en el bolsillo y una sucia aguja de remendar. No tenía nada que ofrecer, nada que poder dar más que lo que siempre había dado pero hoy estaba roto. Ni si quiera era consciente al cien por cien de que lo llevase conmigo, la última vez que lo vi fue en el suelo de aquel lugar, roto en pedazos como si fuera un jarrón de porcelana. Solo que aquello no valía ni un cuarto de lo que pudiera costar un jarrón.

Caminé, caminé y caminé hasta que me encontré con él. Iba elegante, con la espalda erguida y mirada penetrante. No quería que me viera en aquel estado, no por él, sino porque no quería que nadie se encontrase con una niña repleta de heridas y vulnerable. Algo debí hacer muy mal, porque de lleno me volví a cruzar con él cuando creía haber ido por el camino contrario al suyo.
No medió palabra, sólo me observó durante unos largos -infinitos- segundos y se limitó a preguntar lo necesario.

Me lavó, peinó y me dio una ropa que, por supuesto, me quedaba enorme. Era suya, recién planchada y caliente. Yo no me había dado cuenta pero debí estar tiritando hasta el momento en el que me puso en agua caliente. Cuando terminó de vestirme parecía otra. Salvo por aquellas magulladuras en todo mi cuerpo. Me dejó sola un instante, me parecieron mil vidas, por un momento sentí aquel terror al abismo que había tenido tiempo atrás.

Volvió en poco más de dos minutos que para mí fueron horas. Horas que pasé mirándome al espejo buscando todas aquellas heridas y las que había cosido yo. Cuando dejé de tiritar me volvió a desvestir, por alguna razón esta vez me sentí muy reacia a aquello y no le dejé. Pero sin pensarlo dos veces me agarró las manos ante mi nerviosismo, eran suaves y desprendían algo. Nunca supe qué fue aquello que ocurrió, no puedo describirlo y por mucho que busque en los libros no obtengo respuesta alguna. Sólo sé que dejé que viera mi cuerpo destrozado sin sentir terror.

Observó cada una de las cientos de cicatrices que rodeaban aquel campo de rosales al que yo una vez llamé mi cuerpo. Hoy ya no sabía si quiera si me pertenecía. En ningún momento dejó de darme su mano mientras la otra iba rozando con las yemas de los dedos aquellas heridas. Cogió su preciosa aguja de coser y un hilo del color de mi piel y lentamente fue cosiendo cada una de mis rajas. Algunas se intentaban resistir a ser cerradas, sangrantes y dolorosas. Otras con resignación no se esforzaban en resistirse a la delicadeza del zurcir de sus dedos.

Dolió, sí, por supuesto que dolió ¿Cómo no iba a doler? Pero a la vez fue tal alivio el que sentí que volvería a dejar que me cerrase las heridas una y otra vez. De vez en cuando los puntos se sueltan cuando tropiezo y debo correr de vuelta a sus brazos antes de la visita semanal.
Cada semana me cambia las gasas. Unas gasas de algodón que cubren todo mi cuerpo. Brazos, torso y piernas están protegidos de cualquier daño siempre que él esté cerca. 
Todavía no sé caminar, pero siempre quiero correr. Vuelvo llorando porque me he hecho una nueva herida y él, con una sonrisa me besa la mejilla y me sienta en la silla de su salón. Una nueva aguja, un hilo recién cortado y a coser.



Cambiar gasas siempre era lo peor, cuando mi cuerpo de desprende de su única protección se resiente, las cicatrices tienden aún a abrirse y hay que ser cuidadosos. Duele, por supuesto que duele. Pero lo que fuera que me atacó se quedó en aquel bosque del que salí huyendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario