jueves, 29 de mayo de 2014

Capítulo I.

Doce y media de la mañana, sentada en un sillón de cuero frente a un gran ventanal que daba al mar. Siempre de pequeña me sentaba en el regazo de mi padre y me contaba historias de sirenas, del mar hasta que me quedaba dormida apoyada en su hombro.
Tapada con una manta cosida con trozos de distintas telas, bastante original la verdad, daba mucho calor. En la mesa auxiliar que había en la izquierda reposaba un chocolate caliente acompañado de un brownie. Estaba leyendo el último libro que me había comprado de poesía contemporánea, examinando e intentando inspirarme para más tarde escribir algo en un viejo cuaderno a medio escribir donde apuntaba pequeños intentos de poemas que componía.
El libro era de lo más bonito, su portada blanca con un retrato de una mujer, lo miraba mucho. Me gustaba cómo estaba dibujado e intentaba imitar esa técnica, era complicadillo. Siempre pensé en que sería precioso vivir dibujando las portadas de los libros, editándolas. Pero en tiempos de guerra, en este caso, de crisis, es difícil vivir de un sueño.
Llevaba desde las nueve de la mañana, con el sonido del golpear de las gotas de lluvia sobre el ventanal. La playa del sardinero desierta, las olas amenazaban, el mar estaba triste.
Me quedé mirando cómo chocaban contra el muro, pensando. Y se me ocurrió.
Cogí el lápiz y mi libreta y comencé a escribir.

Las lágrimas que enfurecieron el mar, 
rabia reprimida de tristeza,
de ver cómo las gotas de lluvia
se suicidan por tu ausencia.

Las sirenas han dejado de cantar,
las olas vienen cargadas hoy.
Cargadas de aquellas cenizas,
de mis cartas quemadas.

Incluso, quedó bonito. Me gusta mucho escribir, aunque no se me dé del todo bien.
Estaba sola en casa, mis padres habían salido a comprar. Allí estábamos la soledad, mi gran aliada y yo. Siempre ha estado ahí, acompañándome pero jamás me di cuenta, siempre en las buenas y en las malas. Sobre todo en las malas.
Me quedé mirando un poco más a través del ventanal. Afuera hacía frío, la gente iba muy abrigada y estábamos en Julio, aunque fuera típico de  Santander, cosa que siempre me ha gustado. El frío, la lluvia y ese olor a madera y hierba mojada que desprende esta ciudad.

Me levanté del sillón, doblé cuidadosamente la manta y llevé el vaso con el chocolate caliente a la cocina. Cogí mi libro y regresé a mi habitación.
Esa habitación, la que había sufrido todos mis cambios de persona, desde mi infancia hasta mi adolescencia. Desde las flores hasta las guitarras eléctricas y los posters de grupos de rock, los cuales mi madre llamaba "satánicos" La verdad, he tenido temporadas de música, desde Hannah Montana hasta Evanescence, bonita diferencia a la par que enorme.
Desde que comencé a tocar la guitarra también me gusta mucho el Indie, es bonito para tocar y muy agradecido al oído. Nunca me fijé en una canción por su letra, sólo hay que ver que mis grupos favoritos son americanos y no me paro a traducir la letra, si no por la armonía, los acordes y cómo los tocan, qué transmiten. Cosas de ser pianista desde los tres años. Acabas analizando las canciones en vez de disfrutarlas, pero tiene sus ventajas.

Me senté encima de la cama y cogí mi Fender, una guitarra que me costó conseguirla. Modelos, modelos y más modelos que no terminaban de convencerme, hasta que el más sencillo, una negra brillante con margaritas en un lado, fue la elegida. Me puse a tocar un poco.

Mientras toco siempre analizo mi situación:
Estamos en Julio, en Santander y llevo sin coger el teléfono móvil desde las nueve que me he despertado, ni un pitido, ni una llamada. Ni un mensaje. Comienzo a pensar que se han olvidado de mí.
El tiempo y Schopenhauer me ha llevado a sacar en conclusión que no necesito muchos amigos, sólo alguien en mi misma situación, con quien poder hablar de temas comunes y que interesen a ambos.
Acabo de terminar el colegio, estoy graduada y ya nadie se acuerda de mí. Bienvenidos al infierno.

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